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Amarillo Neón: 2. Último Piti

Eso tiene pinta de doler un huevazo – dijo Almudena mientras se ponía de cuclillas delante de Ana.

Quería gritar, insultar, cagarse en todos los muertos de aquella mujer, levantar la 9 mm y descargar toda la munición sobre su cara morena. Por mucha prótesis que tuviera, 8 parabelums disparadas a bocajarro tenía que doler. Pero su brazo se negaba a levantar la pistola, casi parecía anclada a la propia acera, mientras solo conseguía esgrimir un gruñido gutural.

Almudena se levantó llevándose los dedos de aluminio aleado a la oreja.

-          Pajarito cazado Leo - sus ojos se iluminaron de un naranja neón nada natural y tras unos segundos en silencio continuó – No creo que hable, le has dejado bien tiesa, qué te he dicho de ese tipo de munición. Son carroña, no agentes de Militec ni un maldito cyberpsicópata.

La culpa ardía más que sus entrañas descuartizadas. Volvió a gruñir, intentando de nuevo levantar la pistola, pero ésta nunca había pesado tanto.

-          La verdad es que te ha hecho un buen destrozo – sus ojos naranjas se apagaron volviendo la oscuridad en aquel callejón -, te propongo una muerte limpia – se quedó mirando la herida, Ana estaba de todo menos limpia -, bueno mejor dicho apagar software para evitarte más dolor. Si me dices…

-          Muerto – consiguió escupir – su… su cuerpo, esta camino de Neo Barcelona.

¿Para qué complicarse? En esos momentos no les debía una mierda a los turcos. Y, aunque lo de una muerte rápida nunca había sonado tan apetecible, tenía otra cosa en mente.

-          Jooooder – se tiró al suelo sentándose junto a Ana.

Sus miradas se cruzaron, ambas mujeres cubiertas de sangre, Ana con la suya, Almudena la de los otros desguazadores. Podía ver dónde su bala había rozado la frente de la arregladora. La piel morena se había rayado, igual que lo haría la carrocería de un coche. ¿A quién había cabreado tanto José como para que mandaran a estos tipos?

-          Lo habéis escuchado chicos – sus ojos volvieron a ser naranja – poco podemos hacer – ladeó la cabeza mientras sus pupilas regresaban a su color castaño original –. Soy una mujer de palabra, así que… bueno…

Desenfundó un revólver pesado que destelló en la noche. Cámara de ocho balas, cañón con propulsión magnética, empuñadura de enlace sináptico para ajustar puntería. Tres kilos de pura muerte, colocados sobre la sien cada vez más fría de Ana.

-          No – gruñó entre esputos de sangre y con un espasmo más propio de un muerto que de un vivo lo apartó de su cara.

-          ¿Estás segura?

-          Si, tan solo … tan solo… - volvió a escupir – no quiero morir sola, me aterra.

Almudena suspiró, guardó el revolver y se quedó sentada con aquella desconocida. Ambas apoyadas en el contenedor, ambas esperando lo inevitable, sin saber muy bien qué hacer.

Reg le hablaría del honor y la redención, recordando algún fragmento de las escrituras. Guillermo ya se habría colado en su CPU en busca de algún hardware que le fuera útil. Y Leo, bueno Leo se habría limitado a observar cómo se desangraba, como si se tratara de un animal de caza y no una persona.

Pero Almudena no era como sus compañeros, no tenía la entereza de Reg, el oportunismo de Guillermo y aún menos la sangre fría de Leo. Así que, escuchando esa respiración cada vez más entrecortada, hizo algo que no creía posible, se vio reflejada en ella. Una paya paliducha vestida como una corpo de barrio, se convirtió en la Almudena de hacía 5 años, temerosa y asustada, segura de su inminente muerte en Sierra Morena.

Y eso le dolió, incluso más que todo un cargador vaciado sobre su rostro.

-           ¿Un piti? – le salió natural, como si fueran dos viejas amigas que se encontraban en un bar.

-          Dejé de… de fumar.

-          Creo que de cáncer no te vas a morir hermana.

Ana hizo lo que menos se esperaba a la hora de su muerte, reírse. Aunque más que una carcajada fue una tos que recorrió todo su cuerpo.

-          Pásame uno.

Una tira metálica del brazo de Almudena se desplegó, mostrando 8 cigarrillos en hilera, en perfecta formación. Colocados igual que lo haría un Nacional al jurar cargo frente a la bandera, tiesos y firmes. Le entregó uno, encendiéndolo con el mechero que tenía incorporado en su pulgar, y se preparó otro para ella.

-          Mi abuela me decía que cada uno juega con las cartas que nos da la vida, no tengo nada personal contra ti, simplemente esta vez he sido yo la que tenía la mano ganadora.

Ana frunció el ceño, pero tras una calada y toser como si los pulmones fueran lo que tuviera desparramados por la calle, se relajó. De qué servía discutir, de qué valía gritar un “hija de la grandísima puta”. Por lo que se limitó a un:

-          Lo sé.

-          Me llamo Almudena.

-          Ana.

-          Lo sé – sonrió – Nuestro netrunner consiguió un dosier de cada uno de vosotros. Aunque no suelo leerlos, simplemente los miro por encima, siempre me echan la bronca por ello.

-          No te preparas para la misión, le das un piti a tu enemiga. No pareces una arregladora muy buena.

-          Bueno tan mala no seré cuando eres tú la del boquete en el estómago. Eso.. bueno… perdón…

Levantó la mano para quitarle importancia.

-          Nunca me he considerado buena delincuente. En la uni no te enseñan a encajar bien los disparos.

Almudena le dio una calada al cigarrillo sin saber que contestar, por suerte su nueva “amiga” continuó hablando.

-          ¿Sabes en Castellar había unos angelotes? una litografía del siglo XIX, no sé por qué, pero no paro de pensar en ellos. Me los enseñó mi padre cuando era una cría, antes de que las máquinas arrasaran Guara – su mirada parecía perdida, como si mirara algo en el callejón que Almudena no pudiera ver -. Regordetes y con mofletes – volvió a escupir sangre -, hice la tesis sobre ellos y el arte popular del Alto Aragón. Pero esos angelotes nunca me los pude sacar de la cabeza, más antiguos que este mundo de neones, más que compañías como Arasaka, y Militeck – su mirada se endureció-. Y saber que ella nunca podrá verlos.

Almudena arrugó el entrecejo. Qué coño estaba haciendo, esto le iba a doler luego mientras se duchaba en casa, iba a regresar mientras dormía y seguramente con el tiempo seguiría escociendo como si la de la tripa abierta fuera ella. Por eso había que poner barreras en este trabajo, eran ellos o tú. Carroña, delincuentes, bandas o corpos corruptos, bonitos hombres de paja que quemar ignorando a la persona que se encontraba en su interior. Pero aun así se llevó el cigarrillo a la boca y dijo:

-          Yo seré mala arregladora, pero tú como profesora de historia eres lo peor. Yo creía que los catedráticos estaban en Zaragoza enseñando a los hijos de los corpos y no en un desguace de Huesca. Por lo general los turcos prefieren contratar a yonquis sin dientes que a profesoras. ¿No crees?

No le contestó.

Solo silencio.

Ni ruido de la calle.

Ni la respiración entrecortada.

Solo espeluznante silencio.

-          ¿No crees? – volvió a repetir.

La volvió a mirar. Aún tenía el piti encendido en la boca, aunque de ella no saliera aliento alguno.

-          ¿No crees joder?

Golpeó con el brazo de aluminio el contenedor abollándolo. ¿Por qué coño lloraba?

Tenía que haber disparado, darle ese momento de paz y olvidarse, como había hecho con muchos otros antes. No te paras a charlar y bromear con el hijo puta que te intenta volar los sesos, lo matas lo más rápidamente posible y te olvidas que detrás de la mira de la pipa hay una persona, es lo más sano.

Y ahora allí estaba Almudena, junto al cadáver de esa mujer imaginándose como podrían ser esos angelotes de los que le había hablado. Maltratándose con la última frase que esa tal Ana había pronunciado.  

“Y saber que ella nunca podrá verlos.”

¿Quién era esa ella?



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