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Los Ojos de Aldara Dorregarai. Parte 1/3

He aquí las últimas palabras de un hombre muerto, que fue testigo sin saberlo del mayor acto de amor.

Aldara Dorregarai, ese era su nombre y su recuerdo. Chica pelirroja y pizpireta, hija de un capitán de compañía nombrado marques tras el desfiladero de Eroul, el cual quedo despojado de título y vida tras la batalla de Abázzuza.

Con el fin de la guerra cada vez más cerca y los últimos seguidores de Don Carlos a esperas de ser fusilados, viuda e hija decidieron abrir su casa a estudiantes, periodistas, novelistas y otros grandes señores que buscaran en Bilbao un lugar donde hospedarse. 

Es aquí donde entro yo.

Recién graduado en Derecho Mercantil en la Universidad de Madrid, y algo versado en las antiguas leyes romanas, fui contratado por un famoso bufete bilbaíno cuyo nombre no es necesario mancillar en este delirio. De este modo, y bajo la referencia de un amigo de la familia Dorregarai se me facilitó una habitación en aquella casa.

Imagínense, un recién llegado, un muchacho de casta humilde, cargando con mi maleta de mano delante de aquel gran caserón de estilo ecléctico custodio del centro urbano. De piedra blanca bien labrada, donde crecen bosques de columnas empotradas, ventanales cuyos balcones se extendían como largas lenguas y un extenso jardín que no tenía nada que envidiar al Retiro. La clase de lugar donde no me importaría perderme.

Si tan solo me hubiera fijado en las marcas de balas y cañonazos.

Si tan solo me hubiera echado atrás ese olor a pólvora que se negaba a partir desde el sitio del 74.

Si tan solo no se hubiera enamorado de mí.

No tarde en hacerme a la casa y mucho menos a la compañía. Éramos cuatro huéspedes, más viuda e hija quienes se ocupaban de la casa. Aunque en la práctica Aldara cocinaba, mantenía alejado el polvo, se ocupaba del jardín, de nuestras ropas, de las habitaciones y de vez en cuando de la lustrosa biblioteca de la casa. Mientras tanto su madre se encontraba demasiado ocupada en su gradual demencia.

Me hice íntimo del Doctor Muñoz, un peculiar personaje y al mismo tiempo afamado medico valenciano, con el cual compartía amistosas discusiones hasta altas horas de la noche. Por otro lado, estaba el señorito Tomas, un escritor poseído por sus propias imaginaciones. Y una pareja de periodistas llamados Juan y Gorca, los cuales solo pisaban la casa para dormir y dejar la ropa sucia a Aldara.

El caserón me era fascinante, pero aún más cuando caía la noche.

Secuela directa de mis estudios en derecho y de haber tenido como docente al afamado Don Julián, alias el "bizco hi de puta", era que con los años mis horas de sueño se habían ido mermando. De esta forma harto de usar las noches para revisar mis casos a la luz del candil, tome la costumbre de compartir un buen abanó con el Doctor Muñoz para después deambular por aquellos pasillos como un fantasma sin cadenas.

Exploraba cada una de las instancias imaginándome como debieron ser las recepciones de esa sociedad bilbaína ya muerta o encarcelada. Rozaba con la punta de mis dedos los lomos de cientos de libros que descansaban en la biblioteca. Disfrutaba de la compañía de las estatuas del jardín. Y daba unos torpes pasos de baile en ese salón ahora en desuso.

Durante una de esas noches, mientras el Doctor Muñoz me intentaba explicar sus estudios sobre la descomposición en temperaturas bajas, este me pregunto de la nada:

- ¿Se ha fijado usted en la hija de la señora?

- ¿Aldara? - asintió - ¿Por qué lo pregunta?

- No se haga el estúpido conmigo, que, aunque estudie las ciencias jurídicas no tiene podrida la mollera - el doctor siempre que podía hacia chanza sobre mis estudios penales -, o acaso es tan bobalicón que no se ha dado cuenta de cómo lo mira.

Arqueé la ceja, aunque sabía perfectamente de que me hablaba.

- Si a la muchacha se le cae la baba cada vez que lo ve - continuo -, o esta tan ciego que no se ha dado cuenta de los ojitos que se le ponen cuando lo ve, solo le falta lanzarse sobre usted durante las cenas.

- Bueno Aldara es una agradable dama, aunque... no se. 

- Yo solo le pido que sea un caballero amigo mío - se volvió hacia ese extraño libro escrito en árabe del cual nunca se separaba - que ya tiene mucho la chiquilla con su madre y la casa.

Con la conversación ya apagada como el abanó que nos acabábamos de fumar, dejé al bueno del doctor y comencé como era habitual con de mis paseos nocturnos. 

Aquella conversación no me había revelado nada que no supiera ya, simplemente me hizo ver las cosas de otra forma. ¿Aldara es una chica atractiva?, si. ¿Somos de la misma edad?, también. ¿Me veo con ella?, por qué no. Y lo más importante de todo, ¿la podría manipular?, es bobalicona y tenia los sesos comidos por tantas novelas románticas. 

Así que ¿por qué no podría tener una instancia más cómoda en aquella casa?

No me entiendan mal, no lo hacía por lujuria, no es un humor que me mueva, y aun menos porque buscara la fortuna de una familia en decadencia. Simplemente por comodidad. Si un par de acaramelados versos de José Zorrilla mantenían mi habitación siempre limpia, un susurro cómplice una sirvienta y una suave caricia una escriba particular.

¿Qué problema habría en alimentar esa llama?

Al día siguiente comenzó mi falso cortejo.

La encandile con una rosa a primera hora, elogie su aspecto y tome su mano tras proponerle un paseo por el jardín. Casi de forma mágica aquella tarde tenía mi habitación impoluta, decidía los horarios de comidas y me ayudaba con mi trabajo del bufete. Que muchacha tan servicial, ¿no creéis?

Yo vivía como un verdadero marques, incluso el bueno del doctor se quejó del abandono hacia los demás huéspedes. Todo habría sido perfecto, pero con el inicio de mi cortejo algo cambio en la casa. Y no me refiero al odio que desprendía la viuda hacia mí, ni tampoco los moratones, laceraciones y demás signos que aparecían en la carne de Aldara. Supongo que en ese tiempo me era más fácil ignorar el trato de aquella viuda loca con su pobre hija.

Me refiero a la aparición de un acompañante invisible en mí en mis caminatas nocturnas. Sentirse observado en los largos y oscuros pasillos. Temer que los libros de la biblioteca fueran a morderme. La hostilidad de las estatuas del jardín. Y una lejana fanfarria en el gran salón, que se escuchaba distante no en el espacio sino en el tiempo. 

No podía comprender lo que ocurría. Solo estaba seguro de que aquel ser etéreo me consumía y algún día me devoraría.

Temeroso terminé tras el cerrojo de mi alcoba. Me aislé, dejé mis paseos nocturnos mancillados por aquel ser, e incluso la compañía del doctor se volvió tan fría como sus extraños estudios.  Por lo que cuando caía el sol me encerraba en mi habitación cual Príncipe Prospero, porque allí fuera, en esos oscuros pasillos deambulaba aquella presencia. Pero como en el relato de Poe no sirvió de nada mi cuarentena frente a ella, ya que con el donj del gran reloj negro sentía como poco a poco aquella muerte de mascara roja se colaba en mi habitación.

Así mis escasas horas de sueño se fueron mermando, mientras miles de garra llamaban a mi puerta, tempestades golpeaban mi ventana, los candelabros se apagaban y sobre mi cama sentía un peso invisible. Sentado. Vigilante. Atento. Dispuesto a devorarme. 

Vivía en una gran pesadilla que terminó por explotar aquella aciaga noche de reyes.

Incluso con la opresión de aquel intruso invisible terminaba dormido entre horribles pesadillas. Debió de ser durante una de estas cuando grite entre delirios, hasta que el sonido de unos suaves nudillos llamó a mi pueblo.

Temiendo algún extraño juego diabólico permanecí en silencio.

- Soy yo, Aldara - terminó rompiéndolo su voz al otro lado de la puerta - ¿se encuentra bien? Lo he oído gritar, y me preocupa, ¿puedo pasar?

Y si era un truco, un engaño. Y si invitaba a pasar a un demonio con la voz de Aldara. Y si me equivocaba, podría dejar escapar un rescate aquí un náufrago en un mar de tinieblas.

- Entre - pronuncié temeroso de mi propio eco.

La puerta se entreabrió colándose por ella la luz de un candil. Tras ella Aldara, hija de un padre muerto y de una madre demente apareció. Con ese pelo caramelo, la cara con una constelación de pecas y su perlada sonrisa. Vestida con un pijama de encaje que ocultaba un mundo que hasta ese momento no me había cuestionado.

- Le he escuchado gritar y he subido para ver si se encontraba bien - aun con esa tenue luz podía ver la coloración en su piel -. Además, me tiene preocupada, se le ve sin energías, con ojeras, distraído y ya no me come. Nos tiene en una desazón a mí y al bueno del doctor.

Una lagrima cayo.

- O Aldara como puede ser usted tan buena con un bellaco como yo - casi suplique a ese ángel pelirrojo.

- No diga esas cosas sobre usted.

- No la merezco.

Entre las tinieblas nos miramos. Apago el candil si la oscuridad le diera el valor que la luz le arrebataba. Con un movimiento una con la oscuridad desato un pequeño cordón, calló acto seguido su pijama contra el suelo como si estuviera hecho de plomo.

- Usted se lo merece todo.

La noche tembló y dos garras invisibles comenzaron a lacerar mis piernas, recorriendo un lívido hasta la fecha ausente para rasgar mi pecho y terminar en mi garganta. No podía respirar ante la opresión de esas manos, pero aun menos podía pensar ante la figura febril de Aldara que se comenzó a acercarse sin decir palabra.

Con cada pasa felino podía ver más en detalle su contorno, con cada aliento se perdía el mío, con cada silencio ese ser más me mordía. Me acarició la mejilla con ese tacto frío que prendió algo en mi interior. Acercó sus labios, rozándome en un gesto en un gesto indeciso. Una simple unión de alientos ya que una fuerza tan invisible como mi otro visitante nos impedía actuar.

Fue entonces cuando los vi.

Dos ojos rojos. 

Dos ojos como los del mismísimo demonio. Observantes, vigilantes, prestos, cautelosos, hostiles, llenos de odio. Pertenecientes a aquel acompañante invisible que juzgaban la escena entre Aldara y yo desde los pies de mi cama.

Empujé a la muchacha presa del pánico.

Quería gritar, huir, rezar, implorar a esos ojos rojos que yo no era culpable de su furia, que yo era una simple víctima de algo que no podía ni imaginar. Pero las lágrimas que se formaron en el rostro de Aldara borraron mi capacidad de actuar.

- Esto ha sido un error - su voz se mantuvo con una firmeza quebradiza -, será mejor que me vaya y le deje solo.

Fue ese solo lo que me sentenció.

De verdad no veía aquellos ojos, de verdad me estaba volviendo loco. De verdad alargué mi brazo, tomé su fría mano y sin apartar la mirada de ese demonio.

- Por favor no se vaya, solo soy un pobre tonto - mi voz errática salía sin saber muy bien lo que decía, pero al mismo tiempo saboreando cada palabra - simplemente no esperaba esto y estoy muerto de miedo, Aldara usted es una muchacha extraordinaria y mi mente no puede creer que quiera que sea mía, así que por favor le imploro que no me deje aquí solo.

Sentí como su cuerpo se relajaba, mientras aquellos ojos se prendían en llamas. Pero algo me decía que mientras Aldara estuviera a mi lado aquel ser no me comería. Así que ducho en las artes de las mentiras y la verborrea propia de la abogacía, y sintiendo aquella mirada inquisitiva propia de un juez de guardia, continúe diciendo.

 - No estoy preparado para tomar algo tan bello, que no me he ganado, solo permítame disfrutar de su fugaz aroma y de su frío tacto, y compadézcase de este pobre idiota que nunca antes sea ha enamorado, pero por favor Aldara le repito no me abandone, no me deje aquí solo.

Callé, porque incluso un ruin letrado como yo sabe cuándo es el momento para dejar que vuelva a reinar el silencio.

Sonrió, o por lo menos eso es lo que me pareció ver en la oscuridad. Su figura desnuda se sentó a mi lado, y con la fuerza de una brisa guio mi cabeza hacia su regazo, completamente ignorante de aquellos ojos rojos.

Aspire el aroma de su piel, mientras esos ojos nos observaban.

Me recosté en su piel desnuda, sintiendo la forma de su sexo bajo mi nuca, mientras esos ojos nos observaban.

Sentí con las horas como Aldara huía al reino de Morfeo, mientras esos ojos me observaban.

Quedando preso en aquella oscuridad, entre una mujer que me amaba y yo fingía amar, y unos ojos rojos me querían devorar. Pasaron los minutos y con ellos las horas, en un continuo duelo de miradas que terminó con los primeros rayos del alba. 


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