Tras aquella noche hui.
Me refugié en la casa de uno de mis compañeros
del bufete. Lejos del caserón de los Dorregarai por fin me sentí a salvo y pude
dormir. Alejado de pesadillas, presencias invisibles y de aquellos malditos
ojos rojos. Fuera del alcance del amor de Aldara.
Con el paso de los días su cuerpo desnudo se fue
desdibujando de mi mente y solo quedo el recuerdo de aquel demonio. Aunque he
de reconocer que en más de una ocasión pensé en ella, en sus dulces pecas, en
su felicidad contagiosa, en su amor pegajoso. Acaso me odiaría, o me seguiría
esperando, aguardando mi llegada junto aquellos ojos rojos.
Las siguientes semanas pernocte en casa de este
compañero, poniendo la excusa de que mi habitación se encontraba en reformas.
Una argucia que solo me conseguía tiempo, ya que tarde o temprano debería
volver. Pero aún me quedaba una posibilidad.
En costas americanas, más concretamente en la
ciudad de Arkham, un antiguo amigo de la facultad se había instalado al verse
encandilado por una yanqui. Y según la carta que se encontraba en mi escritorio
este buscaba nuevos socios en el bufete que estaba montando. En ese momento
solo esperaba que un océano de separación fuera suficiente distancia.
Así que me preparé para huir; informe a mi
bufete, solucioné el papeleo pertinente y me hice con uno de los últimos
pasajes en un transatlántico de nombre RMS Majestic. Esa misma semana partiría
del puerto de Bilbao y dejaría mi vida atrás.
Fue un viernes lluvioso, a pocas horas de
completar mi huida cuando me encontré con el bueno del doctor. En la calle,
paraguas contra paraguas, como dos amigos que llevaban años sin verse.
- He oído que se marcha a las américas mi buen
amigo.
- Una buena oportunidad - me limité a decir.
- Que no podía dejar escapar supongo - su tono
era igual de frío que sus estudios.
- Exacto.
- Entonces que tenga un buen viaje.
Dio unos pasos hacia adelante para seguir su
camino. Respiré tranquilo, pensando que me había librado, pero junto con una
corriente de aire frío dijo sin mirar atrás.
- Me prometió que se comportaría como un
caballero con la señorita Aldara. Pero supongo que su palabra es como la de
todos los abogados y no vale nada.
- Perdón - fue lo único que salió de mí.
- Yo no soy quien debe perdonarle - acto seguido
prosiguió su camino dejándome solo.
Se que no soy un buen hombre, y creo que de eso
he dejado constancia en estas páginas, pero en ese momento las palabras del
bueno del doctor movieron algo en mi interior. Entiéndanme era y soy un ruin
abogado mercantil, y no lo digo por regodearme en mi maldad, simplemente se lo
que soy. Me había aprovechado de Aldara, la había abandonado en aquella casa,
ignorando el maltrato de su madre, negando a aquel fantasma. Las palabras del
doctor Muñoz solo pusieron un espejo delante de mí mirada, si por una vez podía
hacer algo bueno en mi miserable vida, ¿por qué no debía por lo menos
intentarlo?
Solté el paraguas y salí corriendo hacia la
mansión de los Dorregarai, donde Aldara y esos ojos me esperaban.
Nada más cruzar las verjas sentí como aquella
presencia regresaba a su eterna guardia. Sentí como las estatuas del jardín me
seguían como la mirada. Sentí como las ventanas me juzgaban. Sentí como la
puerta me tragaba. Sentí la mirada de odio y tristeza de Aldara.
Allí se encontraba la misma muchacha pelirroja y
pizpireta. Limpiando esa eterna escalera con la cara morada y completamente
magullada.
- ¿Quién le ha hecho eso? - ni un buenos días,
ni cuánto tiempo, ni un simple perdón. No pude contenerme al verla en aquel
estado.
- Será mejor que se vaya.
- Ha sido su madre ¿verdad? - me acerque mojando
el recibidor a mi paso.
- A usted que le importa – su voz intentaba
mantener una dignidad que sus lágrimas querían borrar – y como no se vaya la
cosa se pondrá peor.
- Aldara no quería... - me interrumpí al ver
como en lo alto de la escalera se comenzaba a alzar una figura negra de grandes
ojos rojos.
- Jugar conmigo ni con mis sentimientos, es lo
que supongo que quería decir. Sera mejor que se marche, ya sabe dónde está la
salida.
Tragué saliva viendo como aquel ser de espalda
arqueada comenzaba a bajar las escaleras. Sus extremidades largas crujían con
cada movimiento similar a la madera de una antigua casa, sus fauces eran tan
oscuras como el mismísimo abismo de Nietzsche y esos dichosos ojos rojos, pozos
de sangre que igual que el rey Minos en la Divina Comedia juzgaban el pecado de
Aldara.
Entonces fui consiente de que esto no trataba
sobre mí.
- Aldara por favor, huya conmigo – le implore.
Sabía que no la amaba y también que nunca la amaría, pero si podía hacer algo
bueno en mi miserable vida, si podía salvar a Aldara de aquel ser, de aquella
casa.
- ¿Perdón? - su rostro se volvió mármol.
- Olvídese de esta vida de mierda, de su madre y
de esta maldita casa - titubeé - Venga conmigo a las américas y dejemos todo
atrás.
- ¿Por qué me hace esto? - las lágrimas tiñeron
su rostro.
El ser cada vez estaba más cerca de envolvernos
en un abrazo del cual Aldara no era ni consiente.
- Por el mismo motivo por el que no me abandonó
aquella noche, porque no la quiero dejar aquí sola – alargue el brazo hacia ella igual aquel ser hacia con sus
garras.
Viendo duda en su cara y cada vez más próximo el
demonio, la besé. Saboreé su saliva y lágrimas, me quemo su frío tacto y me
pregunté si igual estaba equivocado, y con el tiempo de verdad llegaría a
amarla.
Huimos
de la casa maldita sin mirar atrás, no era momento de pensar. Movido por el
único impulso de
saber que en tierras americanas no había cabida para los demonios del viejo contiéndete.
Comentarios
Publicar un comentario