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Los Ojos de Aldara Dorregarai. Parte 2/3

Tras aquella noche hui.

Me refugié en la casa de uno de mis compañeros del bufete. Lejos del caserón de los Dorregarai por fin me sentí a salvo y pude dormir. Alejado de pesadillas, presencias invisibles y de aquellos malditos ojos rojos. Fuera del alcance del amor de Aldara.

Con el paso de los días su cuerpo desnudo se fue desdibujando de mi mente y solo quedo el recuerdo de aquel demonio. Aunque he de reconocer que en más de una ocasión pensé en ella, en sus dulces pecas, en su felicidad contagiosa, en su amor pegajoso. Acaso me odiaría, o me seguiría esperando, aguardando mi llegada junto aquellos ojos rojos.

Las siguientes semanas pernocte en casa de este compañero, poniendo la excusa de que mi habitación se encontraba en reformas. Una argucia que solo me conseguía tiempo, ya que tarde o temprano debería volver. Pero aún me quedaba una posibilidad.

En costas americanas, más concretamente en la ciudad de Arkham, un antiguo amigo de la facultad se había instalado al verse encandilado por una yanqui. Y según la carta que se encontraba en mi escritorio este buscaba nuevos socios en el bufete que estaba montando. En ese momento solo esperaba que un océano de separación fuera suficiente distancia.

Así que me preparé para huir; informe a mi bufete, solucioné el papeleo pertinente y me hice con uno de los últimos pasajes en un transatlántico de nombre RMS Majestic. Esa misma semana partiría del puerto de Bilbao y dejaría mi vida atrás.

Fue un viernes lluvioso, a pocas horas de completar mi huida cuando me encontré con el bueno del doctor. En la calle, paraguas contra paraguas, como dos amigos que llevaban años sin verse.

- He oído que se marcha a las américas mi buen amigo.

- Una buena oportunidad - me limité a decir.

- Que no podía dejar escapar supongo - su tono era igual de frío que sus estudios.

- Exacto.

- Entonces que tenga un buen viaje.

Dio unos pasos hacia adelante para seguir su camino. Respiré tranquilo, pensando que me había librado, pero junto con una corriente de aire frío dijo sin mirar atrás.

- Me prometió que se comportaría como un caballero con la señorita Aldara. Pero supongo que su palabra es como la de todos los abogados y no vale nada.

- Perdón - fue lo único que salió de mí.

- Yo no soy quien debe perdonarle - acto seguido prosiguió su camino dejándome solo.

Se que no soy un buen hombre, y creo que de eso he dejado constancia en estas páginas, pero en ese momento las palabras del bueno del doctor movieron algo en mi interior. Entiéndanme era y soy un ruin abogado mercantil, y no lo digo por regodearme en mi maldad, simplemente se lo que soy. Me había aprovechado de Aldara, la había abandonado en aquella casa, ignorando el maltrato de su madre, negando a aquel fantasma. Las palabras del doctor Muñoz solo pusieron un espejo delante de mí mirada, si por una vez podía hacer algo bueno en mi miserable vida, ¿por qué no debía por lo menos intentarlo?

Solté el paraguas y salí corriendo hacia la mansión de los Dorregarai, donde Aldara y esos ojos me esperaban.

Nada más cruzar las verjas sentí como aquella presencia regresaba a su eterna guardia. Sentí como las estatuas del jardín me seguían como la mirada. Sentí como las ventanas me juzgaban. Sentí como la puerta me tragaba. Sentí la mirada de odio y tristeza de Aldara.

Allí se encontraba la misma muchacha pelirroja y pizpireta. Limpiando esa eterna escalera con la cara morada y completamente magullada.

- ¿Quién le ha hecho eso? - ni un buenos días, ni cuánto tiempo, ni un simple perdón. No pude contenerme al verla en aquel estado.

- Será mejor que se vaya.

- Ha sido su madre ¿verdad? - me acerque mojando el recibidor a mi paso.

- A usted que le importa – su voz intentaba mantener una dignidad que sus lágrimas querían borrar – y como no se vaya la cosa se pondrá peor.

- Aldara no quería... - me interrumpí al ver como en lo alto de la escalera se comenzaba a alzar una figura negra de grandes ojos rojos.

- Jugar conmigo ni con mis sentimientos, es lo que supongo que quería decir. Sera mejor que se marche, ya sabe dónde está la salida.

Tragué saliva viendo como aquel ser de espalda arqueada comenzaba a bajar las escaleras. Sus extremidades largas crujían con cada movimiento similar a la madera de una antigua casa, sus fauces eran tan oscuras como el mismísimo abismo de Nietzsche y esos dichosos ojos rojos, pozos de sangre que igual que el rey Minos en la Divina Comedia juzgaban el pecado de Aldara. 

Entonces fui consiente de que esto no trataba sobre mí. 

- Aldara por favor, huya conmigo – le implore. Sabía que no la amaba y también que nunca la amaría, pero si podía hacer algo bueno en mi miserable vida, si podía salvar a Aldara de aquel ser, de aquella casa.

- ¿Perdón? - su rostro se volvió mármol.

- Olvídese de esta vida de mierda, de su madre y de esta maldita casa - titubeé - Venga conmigo a las américas y dejemos todo atrás.

- ¿Por qué me hace esto? - las lágrimas tiñeron su rostro.

El ser cada vez estaba más cerca de envolvernos en un abrazo del cual Aldara no era ni consiente.

- Por el mismo motivo por el que no me abandonó aquella noche, porque no la quiero dejar aquí sola – alargue el brazo hacia ella igual aquel ser hacia con sus garras.

Viendo duda en su cara y cada vez más próximo el demonio, la besé. Saboreé su saliva y lágrimas, me quemo su frío tacto y me pregunté si igual estaba equivocado, y con el tiempo de verdad llegaría a amarla.

Huimos de la casa maldita sin mirar atrás, no era momento de pensar. Movido por el único impulso de

saber que en tierras americanas no había cabida para los demonios del viejo contiéndete. 




 

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