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Los Ojos de Aldara Dorregarai. Parte 3/3

Ya en alta mar, con la costa bilbaína oculta tras el horizonte, pude desde hacía mucho tiempo respirar en paz.

Aldara se encontraba completamente exhausta. Por un lado, estaba viviendo el argumento de una novela romántica, por otro lado, estaba experimentando lo que estas nunca llegaban a contar. Que qué haríamos una vez llegáramos a Nueva York, que ella no hablaba el idioma y aun menos conocía a alguien, que no tenía ropa para el viaje ni los papeles para poder entrar, que nos habíamos precipitado, que esto era una locura, que...

Acalle sus preocupaciones con un beso.

Solucionaría cada problema poco a poco. La ropa, listo, una joven de tercera clase nos vendió parte de su ropa de viaje. Conforme al idioma, yo me las apañaba con el dialecto de Shakespeare, por lo menos lo suficiente como para entenderme con los yanquis. Y para entrar en el país, fácil, esa misma noche nos casamos.

El capitán, un viejo lobo de mar de esos de ojo tuerto y pata palo nos dio nupcias, ilusionado de poder unir a unos jóvenes idiotas. No se imaginen una gran ceremonia, solo nosotros tres en la proa del barco, sin ramo, ni anillo, solo con el mar de testigo. Se que Aldara había soñado con una boda más tradicional, pero en esos momentos poco nos importaba, ya tendríamos tiempo una vez asentados de encontrar cura y altar.

Tras finalizar el paripé fuimos directamente al camarote, siendo completamente conscientes de lo que venía a continuación. 

Nos reímos, nos avergonzamos, incluso suplicamos, pero solo cuando el candil fue apagado nos desnudamos. Era como si fueran necearías las sombras para vernos en aquel estado, como si tras esa fatídica noche de reyes fuera la única forma de poder amarnos.

Su figura se dibujaba en la oscuridad, sus labios húmedos temblaban, su melena roja me quemaba, mientras me recorría con la mirada ese laberinto de pecas inscrito en su carne. Parecía que solo en aquella oscuridad Aldara ya no albergaba dudas ni miedos, solo un ansia animal que no podía controlar.

Reina de un mundo de tinieblas donde me quería arrastrar.

Un lugar donde poder saborearme.

Un tiempo para amarnos.

Un espacio para comerme poco a poco.

Donde vivian aquellos malditos ojos rojos.

Intente zafarme, huir, gritar y saltar, refugiarme en el frio mar, porque al menos allí no me podrían encontrar. Pero estaba atrapado en su abrazo, prisionero de la carne de Aldara mientras aquel polizón era testigo de nuestro pecado.

Cielo estrellado por dos soles rojos que miraban desde las alturas nuestra cama. Como focos carmesís iluminando la instancia, recortando la sudorosa figura de Aldara. Alto, escuálido y encorvado, un ser salido del mismo cuadro de Munch, que ocupaba todo el camarote, rodeándonos con su abrazo mientras sus gritos eran opacados por los gemidos de Aldara.

- Por favor, ¡para! - supliqué no se si aquel demonio o a Aldara

Pero no conseguí más que ella me besara.

Poco a poco sus fauces se aproximaban, y yo atrapado no podía hacer nada. Por qué no lo había entendido antes, por qué quise hacer algo bueno una vez en mi vida, por qué no me di cuenta de que esto no se trataba de mi persona ni de aquella casa, sino que siempre se trato de Aldara. A la que seguía, a la que acechaba, a la que espiaba por las noches, a la que arropaba en la cama, a la que protegía desde las sombras, a la que cuidaba. Porque él era el único digno de amarla.

Yo no fui más que un ruin villano, que manipulo y uso a Aldara, que cuando pensó que por fin hacia algo bueno le arrebataba a aquel demonio lo que más le importaba.

Aquellos ojos rojos terminaron de caer sobre mí, arrastrándome con él a su retorcido mundo. Tierras más allá del sueño, donde seres más viejos que el dios cristiano duermen, ya que no está muerto lo que eternamente yace dormido, y en los eones del porvenir...

- ... hasta la muerte puede morir. - grite tras despertarme a la mañana siguiente.

Sentía como si mi alma hubiera vuelto a mi cuerpo tras años perdida en la costa de Oriab, atemorizada en la meseta de Leng y cuidada por el pueblo de Uthar, donde ningún hombre... pero que querían significar estas palabras. Ni hoy lo puedo entenderlas, acaso son recuerdos de vidas pasadas o imágenes de lugares donde todos sin saberlo hemos estado. Lo único que se ahora y supe en el momento era tenía que alejarme de esa figura desnuda que dormía a mi lado.

Salí corriendo de la alcoba para terminar devolviendo al mar el coctel rancio de pescado de la noche anterior. Apoyado en la barandilla de babor (o era estribor, nunca supe diferenciarlos) me dejé mecer por el aire gélido de la mañana.

De verdad había pensado que sería tan fácil, que un océano entre medio serviría de algo. Pero ya veis, al final Aldara sí que viajaba con equipaje, uno diabólico, antiguo y enfermizo, un eterno guardián de más allá del velo de los sueños. Un ¿por qué? que necesitaba saciar.

Me incliné hacia el infinito océano, esperando que en su fondo hallara alguna respuesta que calmara un alma magullada.

- ¿Se encuentra bien?

Sonreí, estaríamos casados, pero aun así seguía tratándome de usted.

- Alguna vez te conté por qué me hice abogado - pregunté sin esperar respuesta -. Las leyes son claras y concisas, a fin de cuentas, son creaciones del propio ser humano. La racionalidad en su máximo esplendor.

Me di la vuelta para poder mirar a los ojos carmesís de Aldara.

- Lo que estoy intentando decir que para mí ser racional no es más que un escudo, una barrera que me separa de todo aquello que se escapa de la concepción humana - asentí para mí mismo -. Y de verdad que lo he intentado, le juro Aldara que he hecho todo lo que estaba en mi mano, pero necesito saberlo, necesito comprenderlo.

Aldara agacho la cabeza como un perro acostumbrado a las palizas de su amo.

- Y entonces, ¿por qué me pidió que le acompañara?

Podía darle miles de respuestas, que quería hacer algo bueno por una vez, que no podía dejarla sola en esa casa, que de verdad creía que con el tiempo podría amarla. 

- No lo se.

Se aproximo apoyándose en la baranda. Durante un instante, un largo y delicioso instante todo parecía más sencillo. Solo éramos dos amantes sin engaños sin guardianes invisibles, sin demonios de ojos rojos vigilantes. ¿Por qué tuve que estropearlo?

- ¿Quién es él? - pregunté.

Su mirada se desvió hacia el horizonte, como si en este pudiera encontrar algún tipo de escape. Para terminar diciendo:

- No lo sé - mintió.

Se marchó, dejándome allí, de nuevo "solo".

No os aburriré narrando el resto del viaje. Los días con sus noches fueron pasando, y con ellos nuestro visitante nocturno no volvió a aparecer.

Su temible presencia se esfumo primero del camarote y luego del barco, como si nunca se hubiera embarcado con nosotros, como si nunca hubiera existido, como si ya hubiera cumplido su objetivo. Y con su partida Aldara y yo nos fuimos separando, alejado por la brecha creada por aquella pregunta.

En la jornada 21 desembarcamos en la Isla de Ellis, a los pocos días nos trasladamos en una diligencia a la ciudad de Arkham. Un pisito pequeño cerca del río Miskatonic, donde poder ver la construcción de las nuevas vías al otro lado del río. Rápidamente Aldara se hizo al idioma, como yo me hice un hueco en el bufete de mi amigo.

En conclusión, nos asentamos, y como le había prometido nos casamos.

Dicho así parece que las cosas se arreglaron, pero no se podría estar más errado. La herida que causo aquella pregunta no paro de sangrar, Aldara sabía que portaba una verdad que yo le quería arrebatar, lo que significaba que no la podía dejar marchar.

Pasaron los años como pasa el tiempo, rápido y certero. Yo ascendí hasta hacerme socio del bufete, Aldara consiguió trabajo como secretaria en la redacción del Heraldo de Arkham e incluso me enteré que el bueno del Doctor Muñoz llegó a instalarse en Nueva York, en un apartamento regentado por una compatriota española en la calle 14-oeste.

Ahora vivía en un mundo de humo y razón, donde los coches habían sustituido a los caballos, las vías de tren rasgaban los mapas y en Europa Francia y Alemania se mataban entre trincheras y nubes de gas mostaza. Un mundo donde no había sitio para demonios.

Pero cuan equivocado he estado siempre.

Hace dos semanas que nuestro primogénito nació. Y junto a su cuna un eterno vigilante se ha aparecido, de cuerpo escuálido y encorvado, con expresión de celos y odio, mientras le observa con sus malditos ojos rojos.


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