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Es una putada eso de
morirse.
Si no preguntárselo a Ana,
tirada en un callejón mugriento del Perpetuo Socorro, con un boquete en el
pecho cortesía de un calibre 20.4 mm. La clase de munición que en otro contexto
se utilizaría para cazar elefantes y no personas.
Así que allí está ella, apoyada
contra el contenedor del asiático que hace esquina, sentada en un charco de su
propia sangre, sujetándose con las manos el picadillo de carne que son ahora
sus tripas, sintiendo cómo el aire se cuela por el orificio de entrada para
escaparse por el de salida. No es una experiencia que te recomendamos
experimentar, la verdad.
Y a pesar de todo el dolor, de
los delirios por la pérdida de sangre y el miedo inminente a su final, hay algo
que duele más que el boquete en su pecho. Esa quemazón de culpa, de fracaso. No
tanto por las malas decisiones que ha tomado en la vida, la última de ellas;
creer que los arregladores solo eran tres y no había un cuarto cubriendo la
salida. Más bien lo que le quema es darse cuenta en esos momentos, sus
últimos momentos, que la va a dejar sola.
Ana la ha cagado en todo;
trabajo, hombres y amistades. Incluso esas cagadas las puede justificar, pero
dejar a su hija sola, eso lo ve imperdonable.
No se considera una mala madre,
ninguna mala madre habría hecho lo que ella por su hija. Pero así sucedió todo,
claro que habría podido tomar mejores decisiones, no juntarse con este tipo de
gente o haber buscado ayuda en sus padres. Pero como si estuviera atrapada por
la corriente de un río, simplemente se dejó llevar.
Lo conoció tras terminar la
universidad. Sorprende que alguien con un grado en Historia del Arte terminé trabajando
para los turcos, desguazando a pobres desgraciados y para así robarles sus
prótesis. Pero como se dice, la vida da muchas vueltas, y en el caso de Ana dio
un triple mortal, para caer contra el asfalto y destrozarse los piños.
No sé cómo es en tu mundo, pero
por lo menos en el mío la historia poco importa ya. Casi la podemos clasificar
en dos tipos: la que sirve como decoración en el apartamento de algún corpo
(por lo que tengo entendido las Meninas se encuentran en el baño de un pez
gordo de Militech), o son simples ruinas que se interponen ante el progreso.
Ana quería proteger a estas segundas.
Ya nadie se preocupa por la
ermita de Santa Orosia en Yebra de Basa, seguramente haya sido ocupada y
profanada por algún grupo de nómadas, o esos angelotes en la abandonada iglesia
de Castellar, o las pinturas rupestres del río Vero, cazadores y alces grafiteadas
por las bandas griegas.
La cuestión es que Ana estaba en
una guerra que no podía ganar, una batalla contra el propio mar, donde conoció
a Takihiro. El hijo de un alto cargo de Arasaka, que decidió largarse a España
y pulirse el dinero familiar en causas perdidas. Habría sido una bonita
historia de amor, sino fuera que porque en mi mundo tira más 2 millones de edis
que dos carretas. Cuando se quedó sin pasta abandono a Ana, y a la hija no nata
que esta esperaba.
Fue duro, sobre todo cuando el
gobierno retiró la ayuda de su departamento de conservación histórica. No fue
mala suerte, simplemente política. No se consiguen votos con la restauración de
los angelotes de Castellar.
Así se vio en el paro. Una de
tantos miles, repleta de conocimientos inútiles para este mundo de amarillo
neón. Sin olvidarnos de una cría de 2 años que cuidar. Y cuando estas hecho una
mierda atraes a las ratas, en este caso una bien gorda. José, amigo de un
amigo, uno de esos con el talento de camelarse a cualquiera, capaz de vender a
su madre por un puñado de edis, y con un trabajillo que ofrecerle.
Era sencillo, sin mancharse las
manos. Solo debía tasar obras de arte y antigüedades que los turcos habían
sustraído amablemente a unos pobres corpos, con tal ellos ya tienen suficiente.
Moverlas por el mercado negro, y conseguir vendérsela a otro corpo. Un ciclo
sin fin como decía esa película.
Lo que ocurre cuando te mueves
por estos submundos es que rápidamente te atrapan. Primero fueron unos cuantos
caprichos de Goya, luego unas piezas de los tercios, los capiteles del
Partenón (limpios de radiación o eso creía), un pedido de uniformes prusianos,
un trozo del Guernica. Pero el mundo del arte robado daba hasta donde daba, y
no es que le des una patada a una piedra y encuentres una obra histórica que
expoliar, así que poco a poco lo de trapichear con droga se le hacía más
interesante.
Así paso a mover estimulantes
adulterados, a neurodanzas snuff y por último a la donación “voluntaria”
de prótesis. Ana no mataba, se mareaba con solo pensarlo, eso no significaba que
no llevara el catastro de brazos de aluminio, piernas prostéticas y sinapsis
cerebrales que desguazaban. Prefería no pensar en la nevera llena de cachitos
de “donantes” que tenían en las instalaciones del Barrio.
Eran ellos o su hija, se repetía
a veces.
Así es más fácil ignorar los
gritos cuando José troceaba a las personas. Con tal ella solo llevaba el
registro y buscaba compradores en el mercado negro, ella no se tenía que
manchar nunca las manos. Hasta que tubo que manchárselas.
El tiroteo se produjo a las 3:27
de la noche un martes, cerca de la hora bruja. Entraron en el desguace como un
tornado, arrasándolo todo. Un hombre de corte militar partió en dos a Doc con
una espada toledana. Un netrunner armado con pipa y portátil, hackeó el
hardware interno de José, sus piernas robóticas explotaron como palomitas.
Ana se acojonó y con la .9 mm que se había agenciado (y jurado nunca usar)
disparó contra la tercera figura. Una mujer morena con una cabeza muy dura, y
no es un decir, la bala la golpeó en la sien, pero esta solo le raspo, como si
hubiera chocado contra metal.
Huyo, ¿qué iba hacer una
historiadora que trafica con prótesis contra tres arregladores tan armados que
parecían agentes de C.O.N.T.R.O.L.? Solo pensaba en su hija, en volver a
verla, en abrazarla, en dejarlo todo y volver a la librería con sus padres. No regresaría
a este mundo, aunque tuviera que hincar rodilla, vivir como las ratas y
dejarse consumir por un sistema injusto que usaba a gente como ella de
combustible. Ya no importaba, ya había jugado lo suficiente con fuego, ahora lo
único que importaba era su pequeña.
Pero como dice el dicho: “Quién
juega con fuego…”
Fue ese el momento cuando la
cuarta integrante del grupo de arregladores perforó sus tripas desde 200 metros
de distancia.
¿Por qué os cuento todo
esto?
Bueno son el tipo de realidades
que se tienden a ocultar cuando matas a alguien. Tampoco lo condeno, el
trabajo de arreglador es duro y necesitas marcar barreras. No te puedes
preguntar si al hijo puta que le acabas de volar media cara tenía una chica o
chico en casa esperando para follar hasta el amanecer, ni que al que acabas
cortar en cachitos con tu espada toledana es el que lleva el dinero a casa,
aunque eso suponga desguazar vivos a pobres incautos. Cualquier cerebro sano, a
más bien, cualquiera que quiere mantenerse sano, debe evitar este tipo de
pensamientos, limitarte hacer tu trabajo, que el fixer de turno te page tus
edis y volver a casa (o en muchos casos el bar) esperando que de nuevo te
vuelvan a llamar.
Pero, ¿todo este discurso a que
viene?
Bueno he sido un poco cabrón y os
he engañado.
Esta no es la historia de Ana; la
suya está a punto de terminar. Esta es la historia de como una de estas
barreras cayó, y como Almudena decidió ofrecerle un piti a la que, hacía unos segundos,
le había disparado.
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